Relatos eróticos: Los lugares comunes

Los lugares comunes

Autoria: Budin

Me derramó por toda la casa. Era un departamento. Obedecí. Daba a algo. Fue hacia el final de nuestro amor. El guascazo en el vidrio que daba al mundo ya lo habrán descascarado –pero yo sé que fue ella, me limpió de su balcón a medias arrodillada, el piso inclemente y frío, duro, con la porción adecuada de dolor que no podíamos soportar -como si yo se lo hubiera pedido así: así estoy, con el fregón en la mano y el sif y las nalgas apartadas y el esqueleto doblado en rebelión, ostentándolo. Y ese es el olor del recuerdo.

Sube y baja, refriega.

Empezó así. A veces la baba y los besos, a veces el coito. Aquella vez que nos pasamos 15 minutos buscándole el culo, porque no me dio permiso de explorar con un dedo. Me tenía a sus espaldas. Se agarró de un cachete y lo corrió; pasó un rato manoteándome la pija. La calentaba amasijarse con una mano y dulcemente volver a conocerme los huevos. Alguna vez lo hizo con la lengua –y la baba, y los besos-: tiró con los dientes de los ralos pelos que yo me desconocía. Hasta que me sacudí.

-El dolor está más cerca del placer que vos y yo en este momento. En cualquier momento.

Y en el video, luego, juntas vimos y nos oímos reír: media hora buscando el culo, eso es verosimilitud.

Y se giró, no sé cómo. Acaso resbalábamos. Ella es rosa, como su concha, como su boca, como su pelo algunas veces asido sin mayor piedad que el cachetazo que la devolvía al tiempo y al lugar en que nos cogíamos.

Se suelta la nalga, me suelta, se da la vuelta, me besa, me mete los ojos: yo estoy flojo, estoy perdido:

-¿Sabés lo que te hace falta a vos?

Me besa. Y esto es un susurro y quizá no lo oí:

-Una buena estimulación anal.

Y:

-Putito.

Ella me llama como quiere, y me quiere a veces en su boca. Pero no soy yo. Me trabaja la pija, las nalgas. Tiro de ella. La escupo. Me da la espalda. La cacheteo. Le cacheteo los muslos. Me dejo.

-Te dejás –le digo.

Me tiene sujeto y me chupa. En su culo la siento cimbrar. Me hundo. Nos entendemos.

Después tiramos la cámara. Este es nuestro video.

Y cuando vuelvo, porque vivo lejos y ella no ha regresado aún de sus deseos, me conduce al baño, se sienta y hacer sonar el meo y me empuja.

-Te quiero agarrar la pija cuando vos vayas a mear. –Estamos desnudos, todo el tiempo hace calor y siempre estamos desnudos.

Me toma desde atrás y la veo mirarme en el espejo. Me pajea. Me encula y me pajea. Me deja acabado en el espejo. Así me reconoce.

Nos duchamos. La enjabono y protesto: hierve el agua, se disipa en el vapor, le sorbo el vientre y me ataja. Le veo los ojos opacos de toda la vida. Cruzan pececitos, en sus ojos, su mentón manda. Se me prende y me expulsa. Se agarra de la ducha y lo acepto. Me mea el cabello. La nuca, por la espalda me discurre mi propia nuca, esa corriente.

-Te acabé en la boca –me dice. Me escupe.

Me incorporo y dejo enjuagar y le meto un dedo. Cuando está por acabar, la dejo.

-Levitabas –le digo, serio. Vuelvo a enjabonarla. Chuponeamos. Largo rato chuponeamos. Chuponeamos lindo.

(Yo la levantaba, el huesito ahuecándome la mano. la mano que perdí en esa concha.)

-Yegua.

Y:

-Calmate.

Después nos afeitamos. Antes nos rodeamos de toallones. Nos tenemos tanta rabia y ella sabe. Se desliza como la gillette en mi cara, fuera del baño. Una remera larga. La mesada de la cocina. Me arrepentía de no haberla dejado blanda, todavía. Pero puedo imaginar el tacto.

Sobre la hornalla arde el aceite. La quiero coger ahí. Me hinco, la separo, le escupo el culo.

-Yo no tengo culo, me dice. -Y se me sienta a medias en la cara. La chupo, la hundo toda, la lengua. Me imagino sus tetas y le estoy pegando.

-Haceme el orto –dice. La enmanteco, me pierdo. Pierdo otra vez los dedos. Me toma la muñeca. Otro dedo,

“¿La mano me querés meter, putito”, dice.

“¿Toda?”, dice.

Desde la cacerola el hervor, morrón, cebolla, algo intrusivo en el aire.

Yo la amasijo, la trabajo.

Clausura la hornalla. El aceite aún salpica y nos quema. Se me cae arriba y toda mi pera es un pegote, se gira, mi espalda en el suelo, mi rostro perdido, en mi nariz su sexo, y su sexo desplegado, caldo, abierto. Oigo que el aceite no despidió la última burbuja.

Perniabierta, alzada, me tiende la mano. Me incorporo, me levanto. Se me pone al lado. El calor de la sartén me hace temer. Ella me chupa la cara, me chupa todo. Me escupe y se traga. Me hace acabar en el aceite.

Me veo en el suelo; ella cocina. Comemos. Más tarde. Muy aparte. Está disgustada.

-Cocinaste con guasca, mi amor –le digo.

-Comiste al fin –dice.

Años después me llama:

-Te acordás, esa vez –le comparto-: me hiciste acabar por toda la casa. Y en la comida

“No me acordaba” –me dice.

Un día hay que repetir lo del helado –le digo.

-Me lo metiste en la concha, mi amor –me dice.

Habíamos vuelto a mirarnos en los mismos videos.

-Pero sabés lo que te hace falta a vos –a hablar como nos hablábamos.

-Banana Split –le digo. Mi lengua había corrido contra el frío, rezagándose la llama; en el derretimiento, siempre, los dientes. Esos besos.

Idearíamos perversiones. Las realizaríamos. Vi la fotografía de su nuevo arnés. Pero no supe perdonarnos. No me acordaba; ella había dicho. ¿Por toda la casa?

“Me mudé”, fue lo último que le oí. No se acordaba.

La verdad y los sueños me los guardo.

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